LA MESETA.

Para much@s peregrin@s constituye un tramo tedioso y aburrido que no aporta nada más allá del sopor paisajístico. Es la meseta del Camino Francés, una recta que parece infinita y se presenta cargada de monotonía. Pero su recorrido entraña un verdadero reto.

Si bien es cierto que los caminos rectos, sin desniveles, con vistas uniformes y campos de cereal apenas alternados con alguna pinada, puede resultar insoportable. Especialmente cuando aprieta el cansancio de las jornadas anteriores, acecha la soledad o sobrevienen molestias producidas por el calor o el frío.

Pero todo ello obliga de forma ineludible a la introspección. Es imposible no pensar durante tanto tiempo y se acaba reflexionando sobre todo y nada; sobre la vida y sobre la propia vida llegando a conclusiones, con frecuencia, inesperadas.  Es una oportunidad única para conectar con el yo interior y descubrir miedos, deseos y sueños adormecidos por el estrépito de la rutina diaria; aletargados por el trabajo, las obligaciones y las apretadas agendas del día a día.

Así, en medio de una nada insufrible, surgen los pensamientos y las emociones… e incluso el silencio más agudo, precioso y temible. A falta de costumbre, y precisamente por el ruido mental al que la sociedad actual está habituada, esta ausencia de estímulos produce cierta desazón.  Pero recompensa despertando la autenticidad más íntima.

De modo que aunque el Camino pueda sorprender asaltando al peregrin@ con tramos inhóspitos y cargantes,  en realidad está ofreciendo la ocasión para encontrarse, al menos durante ese tramo, con un@ mism@. Por eso, la meseta, no deja de ser un horizonte infinito preñado de descubrimiento personal.

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Fuente: gronze.com